Viviana Ramírez Arroyo
Cuando el cólera morbus llegó a Sonora, en noviembre de 1850, las autoridades gubernamentales y algunos habitantes de la entidad implementaron una serie de medidas para aminorar sus efectos. Ya conocían la enfermedad, sabían que afectaba a muchos lugares en el mundo y tenían el antecedente de la pandemia de 1833.
Algunas acciones fueron velar por la limpieza de las calles, plazas y viviendas. Se vigiló que los vecinos barrieran con frecuencia, tanto el interior como el frente de sus casas, y se procuró evitar la presencia de inmundicias o aguas estancadas, así como la venta de frutas en mal estado. Todo esto debido a que existían indicios de que el agente infeccioso del cólera se encontraba en las heces y el vómito de los enfermos, y que éste se transmitía por agua o alimentos contaminados.
Para asegurar el cumplimiento de estas disposiciones, los regidores debían visitar frecuentemente los hogares en las zonas a su cargo, especialmente las de escasos recursos económicos y con víctimas de cólera. En caso de que la población no acatara las recomendaciones, se multaba con cinco pesos a aquellos que vendieran frutas verdes y con un peso a los que tuvieran sucio el frente o costado de su casa. Además, señalaban los hogares donde hubiera un enfermo de cólera; colocaban una bandera en la puerta, que servía para informar a los médicos y recibir atención, en medida de las posibilidades.
Durante esta época, los hospitales eran escasos. Todos los días, los médicos debían recorrer los barrios para revisar enfermos y expedir recetas en papel sellado por el ayuntamiento. Las boticas se abastecían con medicamentos adquiridos con fondos de caridad. El presupuesto del gobierno de Sonora era prácticamente nulo para emergencias sanitarias como la generada por el cólera entre 1850 y 1851.
Ante esta situación de precariedad económica, se nombró una junta que se dio a la tarea de recolectar donativos. De esta acción se obtuvieron 2,178 pesos. De estos, 735 se usaron para comprar medicinas, útiles para el hospital de caridad, pagar sueldos y gratificaciones a los empleados del hospital, alimentar enfermos, limosnas para los necesitados y pagar los honorarios del tesorero y el recaudador.
También hubo donativos en especie, entre los que se encontraban sarapes, mantas, trigo, maíz y harina. Algunos de ellos se vendían y a otros se les daba un uso más práctico, como en el caso de los sarapes, que se utilizaron como batas para los enfermos. Los que hicieron este tipo de aportaciones eran personas de sobrado poder económico y paradójicamente algunos de ellos murieron a causa del cólera, como don Gabriel Ortiz, quien falleció cuatro meses después de haber donado a la junta de sanidad 10 arrobas de sagú (almidón o fécula en forma de harina extraída de una especie de palmera) y 97 sarapes; o don Bernardo Gabilondo, quien donó 240 varas de manta, equivalente aproximadamente a 200 metros.
La epidemia de cólera causó una gran cantidad de muertes. Se estima que en Hermosillo murieron 366 personas durante los ocho meses que se presentó la enfermedad. Al relacionar estas defunciones con el número de habitantes, tenemos que un 3% de los hermosillenses fallecieron por este mal. Sin embargo, existieron localidades en las que la afectación fue mucho mayor, como el caso de Aconchi, un pueblo de 1,127 habitantes, ubicado en el margen del río Sonora, en donde murieron 82 personas, es decir un 7%.
Finalmente, la epidemia de cólera evidenció dos cosas: 1) la importancia de mantener hábitos higiénicos saludables para prevenir de mejor manera algunas enfermedades, y 2) ante la carencia de un sistema de salud pública lo suficientemente fuerte como para afrontar una epidemia, sólo queda la unidad y colaboración de la población, tal como se necesita en la actualidad ante el Covid-19.

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