Miguel Ángel Cuenya Mateos
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla / miguel.cuenya@gmail.com
En diciembre de 1889, los periódicos nacionales informaron la existencia de una mortífera epidemia de influenza que azotaba con fuerza inusitada las principales ciudades de Europa, denominada “gripe rusa”.
A principios de enero de 1890, el Dr. Eduardo Liceaga, presidente del Consejo Superior de Salubridad, expuso ante los miembros de este órgano: “La epidemia se extiende desde Rusia y Dinamarca, pasando por Alemania, Austria, Italia, Suiza y Francia hasta Portugal. La propagación se ha hecho con extraordinaria rapidez. Los centros más poblados han sido los más afligidos por la epidemia: así es que el número de atacados ha sido mayor en las capitales de los Estados que acabo de mencionar…”. El Dr. Liceaga consideraba que, en las ciudades mexicanas ubicadas en el altiplano central del país, era de esperarse que su gravedad no fuese “tan grande como la que ha revestido en Europa, por estar la misma ciudad [de México] en la zona tórrida, por la altitud de la Mesa Central y porque el rigor del invierno ha pasado ya”.
En Puebla, mientras tanto, el año había comenzado con normalidad. El invierno transcurría sin sobresaltos, la vida sucedía en paz y tranquilidad. Las enfermedades observadas eran propias de la época en la que las afecciones del sistema pulmonar dejaban su secuela, especialmente entre la población más desprotegida. Las noticias que llegaban de la capital de la República alteraban la vida de los sectores más ilustrados, pero Puebla parecía mantenerse “distante” de los acontecimientos. La última semana de febrero, cuando las defunciones comenzaron a elevarse, la alarma sonó, “despertando” del letargo provinciano ante la cruda realidad. La influenza arribó a la ciudad proveniente de la capital mexicana.
Durante la segunda semana febrero, cuando el virus alcanzó su máximos efectos, el gobernador del estado de Puebla solicitó la cooperación de destacados médicos en una Comisión Extraordinaria de Salud Pública, que quedó integrada por el Dr. Francisco Marín (presidente) y los doctores Francisco Bello, Ángel Contreras y José María de Yta, quienes consideraron “que la epidemia de influenza que reina en esta ciudad, no presenta[ba] ningún carácter alarmante [tal es así que] no ha interrumpido las ocupaciones [cotidianas] de sus habitantes”.
La influenza se presentaba de manera benigna, “con los caracteres de una simple indisposición” que no revestía gravedad. No obstante, llamó la atención el aumento de las complicaciones y los casos fatales, situación originada -según la Comisión- por “la falta de cuidados [y] por imprudencias durante la convalecencia”, mismos que permitieron el desarrollo mortal de neumonías y algunos casos de catarro sofocante.
Las medidas preventivas en nada se diferenciaban de las implementadas desde finales del siglo XVIII; consideraban la necesidad de evitar aglomeraciones, pero no afectaban el funcionamiento de templos, teatros, plazas de toros, bares y otros establecimientos que tendían a concentrar a un importante número de personas, muchas de las cuales podían ser portadoras del virus gripal. En todos los casos recomendaban mantener un “régimen alimenticio sencillo y nutritivo: café, leche, chocolate, sopas ligeras, carnes asadas, huevos tibios”, suprimiendo frutas, legumbres y todo alimento indigesto, evitándose el consumo excesivo de bebidas embriagantes.
A pesar de las circunstancias, los miembros de la Comisión Extraordinaria de Salud Pública trabajaron con empeño. El 19 de febrero presentaron un informe junto a una serie de recomendaciones, pero la publicación de la cartilla se autorizó hasta el 13 de marzo, cuando el peligro había pasado y el virus gripal se encontraba en franca retirada.
Las medidas propuestas por la Comisión no fueron aplicadas y se archivaron. El peligro había pasado. En 1918, cuando la influenza regresó nuevamente con una virulencia desconocida, nadie recuperó el informe elaborado por los doctores Francisco Marín Francisco Bello, Ángel Contreras y José María de Yta, había quedado en el olvido.

Fuente: https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC2889325/ (consultado 19/04/2020).

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